17 octubre 2005

SE BUSCAN 60.000 CIENTÍFICOS

José Luís Barbería publica hoy en EL PAIS este interesante artículo:

Deprisa, deprisa, hacen falta 60.000 nuevos investigadores antes de que finalice esta década, hay que recuperar o incorporar a otros 900 científicos de prestigio internacional, tenemos que crear grandes infraestructuras tecnológicas y convencer a las empresas y al conjunto de la sociedad de que la investigación propia es el valor añadido que nos asegura la prosperidad.

Avisada ya del peligro por la persistente pérdida de productividad y competitividad exterior, y por el aumento del déficit comercial, España reacciona como acostumbra a hacerlo en los momentos comprometidos: tarde, desde luego, pero intentando la hazaña, el gran salto adelante que debe permitirle salvar el retraso acumulado.
Ese salto, un vuelo de cinco años, está encaminado a trasladar a nuestro país a la privilegiada orilla de las economías que se blindan frente a la competitividad globalizadora creciente, renovando su apuesta por la innovación tecnológica.
¿Conseguirá España enterrar definitivamente la morbosa leyenda negra de su pobre disposición para la investigación científica, conjurar el resentido maleficio unamuniano del "que inventen ellos", superar ese secular complejo de inferioridad ante las ciencias aplicadas y experimentales que, contra la evidencia demostrada en tantos casos, continúa adherido a la piel de este país?
Aunque, por ahora, no es oro todo lo que reluce en los reforzados presupuestos gubernamentales -buena parte del aumento son créditos reembolsables a largo plazo con interés cero, no subvenciones-, entre la comunidad científica circula una brisa expectante, vivificadora.
¿No es extraordinario que los investigadores españoles, genuinos francotiradores de la ciencia más que gentes de equipo, hayan salido de sus parapetos para organizarse a campo abierto? Por una vez, nuestros científicos abandonan la narración lacrimógena de sus conocidas miserias, mudan el rictus amargo de la vieja frustración heredada y transmitida por todos aquellos, desde Juan de la Cierva hasta el último de los actuales becarios sin derecho al desempleo, que han constatado que investigar en España es, muchas veces, llorar.

Ellos ya han dado un primer paso: tomar la iniciativa, evaluar la situación, detectar las fallas del sistema, lanzar propuestas. "Hemos organizado un ejército de 30.000 científicos que va a pelear para que España no pierda el tren del futuro, que es la economía basada en el conocimiento", proclama el presidente de la Confederación de Sociedades Científicas de España (Cosce) y director del Parque Científico de Barcelona, Joan Guinovart. "La armada científica más potente que ha existido nunca en este país", como dice él, ha puesto sobre la mesa del Gobierno un amplio informe, fruto de un año de reflexiones, consultas y estudios, que habla, desde luego, de dinero, -"no investigar se pagará mucho más caro"-, pero también de la necesidad de flexibilizar los estamentos de la política científica, de mejorar la formación de los investigadores y hasta de cambiar la mirada, distraída y distante, con que la sociedad contempla a la ciencia.

EL PERÍODO MÁGICO
Hay esperanza, entre otras cosas, porque el precedente de la política de inversiones y becas a los posgraduados puesta en marcha a mediados de los años ochenta demostró sobradamente el talento de los investigadores que completaron su formación en centros internacionales.
Aunque sin continuidad posterior, y de ahí viene el retroceso relativo acumulado en la última década, aquello constituyó un gran avance.

"Duplicar el presupuesto de I+D, que entonces estaba en un raquítico 0,4% del PIB, dio paso a un periodo mágico. Fue como un descubrimiento: de repente, los españoles empezamos a pintar algo en la ciencia; en poco tiempo llegamos a publicar el 3% de los trabajos científicos mundiales", señala Carlos Martínez Alonso, presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el principal organismo de investigación.

Muchos de aquellos cientos de jóvenes investigadores optaron por quedarse en sus países de adopción porque encontraron allí los medios, los salarios y la proyección profesional que les negaba su patria, pero los que volvieron crearon los pilares sobre los que se asienta hoy la ciencia en España. "Estamos viviendo de la cosecha de los años ochenta, así que tenemos una comunidad científica envejecida que urge rejuvenecer y ampliar. Nuestra edad media está entre los 50 y los 55 años y los jóvenes que llegan a nuestro centro rondan ya generalmente la cuarentena", apunta el director del CSIC.

La idea, bastante extendida, de que el momento de máxima creatividad científica se produce normalmente en la treintena no anula el propósito de recuperar a buena parte de los investigadores españoles asentados en el extranjero. "Necesitamos a todos los talentos que tenemos fuera, independientemente de su edad, necesitamos de todo su ingenio, su prestigio y su experiencia porque, sencillamente, España se juega su papel en el mundo. Es ahora o nunca", enfatiza, a su vez, Joan Guinovart, director de Cosce.

Gran parte de sus colegas comparten, en efecto, la impresión de que el tiempo de los esfuerzos voluntariosos y esporádicos se acaba y que sólo una enérgica y sostenida reacción puede permitir a la investigación española sobrevivir en los tiempos venideros. "Señor presidente, siento decirle que nos queda poco tiempo. La ventana de oportunidad temporal puede durar lo que su actual legislatura. Aproveche la ocasión. Si no lo hace, probablemente será mejor que dedique los recursos a otros temas, ya que muy probablemente seremos dependientes tecnológicamente en muchos sectores durante el siglo XXI", indica Francisco Bas, ex secretario general de Asebio (Asociación Española de Bioempresas), en la carta que ha enviado al presidente del Gobierno.

EL TRIÁNGULO DEL CONOCIMIENTO
"Habrá dinero", ha asegurado José Luis Rodríguez Zapatero: más becas, más contratos, más subvenciones. El Estado incrementará en un 25% como mínimo su presupuesto anual de I+D+i (investigación, desarrollo, innovación) con el propósito de que en 2010 el conjunto de la inversión pública y privada sume 19.000 millones de euros, el 2% del producto interior bruto (PIB), prácticamente el doble de lo que ahora se gasta en España.

No llega a ser el 3% que la Unión Europea se fijó como objetivo para esa misma fecha de 2010 en el Consejo de Lisboa, y seguiremos estando muy lejos de las cifras de Estados Unidos, Japón, Corea o los países nórdicos, pero ese salto permitirá a España reducir notablemente la brecha y acercar el horizonte de la convergencia con Europa, situada hoy a 20 años vista.

Duplicar la inversión en I+D, esto es, pasar del actual 1,05% al 2% del PIB, es simplemente hacer los deberes elementales para poder disponer de la capacidad de investigación propia que le correspondería a España por su peso en la economía mundial. Porque si hablamos en términos absolutos, nos encontramos con que, de acuerdo con el estudio realizado por Main Science & Technology en 2001, España invierte en I+D un total de 9.400 millones de dólares en un año, mientras que Francia gasta 38.000; Alemania, 54.300; Japón, 106.900, y Estados Unidos, 277.100.

El "triángulo del conocimiento", formado por la educación, la investigación y la innovación, entendida esta última como transferencia de conocimiento a la empresa, se erige en la piedra angular de la nueva economía de los países desarrollados.

Lo que está en juego en España es el bienestar futuro de una sociedad que crece y genera empleo, efectivamente, pero en base a un modelo descompensado, dependiente de la construcción y de la demanda interna, que le lleva a retroceder significativamente en los indicadores mundiales de competitividad y le incapacita para superar la prueba obligada de los mercados exteriores. La pregunta lógica es hasta cuándo podrá sobrevivir ese modelo en un mundo, el del "capitalismo de la innovación extensiva", que está pasando de la era industrial a la economía fundada en el saber.

A LA COLA DEL COMERCIO ELECTRÓNICO
Ciertamente, con los datos en la mano, el panorama se presenta preocupante. Pese al esfuerzo realizado a lo largo de las dos últimas décadas, la octava economía mundial por tamaño del PIB continúa a la cola de la inversión en I+D de los países desarrollados, incrementando su dependencia tecnológica.

Según el informe Factbook 2005 de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), España dedicó en 2000 a la "inversión en conocimientos", concepto que engloba los gastos en I+D, en educación universitaria pública y privada y en nuevas tecnologías, el 2,5% de su PIB, poco más de la mitad de lo que lo hicieron países europeos como Alemania (4,8%) o Francia (4,6%), y mucho menos que Corea (5,4%) o EE UU (6,8%).


Aunque la economía española supone el 8% de la economía de la Unión Europea a 15, somos los que menos invertimos en equipamiento tecnológico en el sector de la producción, y nuestro comercio electrónico (Internet) es el menos activo de toda la Comunidad Europea, menos también que Portugal y Grecia, los países con los que tantas veces España comparte el pelotón de cola.


Visto así, no deja de ser sorprendente que la ciencia española haya logrado asomarse en algunos de los terrenos reservados a la élite mundial. Porque las cifras que dan cuenta de nuestra pobre inversión, tanto en I+D como en formación -somos también uno de los países europeos que menos gasta por estudiante-, están lejos de mostrar la calidad de la investigación básica en nuestro país.


Y, por lo mismo, la idea de subdesarrollo científico que sugieren los datos sólo tiene sentido como reflejo de que la apuesta inversora no se corresponde con el potencial económico y humano del país, ni atiende al reto planteado a las sociedades desarrolladas.


España es una potencia media tecnológica que suple sus graves carencias propias recurriendo al mercado internacional. El problema es el futuro, el peligro de que los sectores productivos sean incapaces de competir en costes en un mundo que está haciendo de la tecnología su gran valor añadido.


De hecho, las advertencias de los analistas internacionales han empezado a multiplicarse: "España corre el riesgo de perder competitividad y de sufrir un retroceso tecnológico", apuntan expertos de la OCDE y de la ONU. "Los países como España que han confiado su inversión a gran escala para la producción de tecnología media a compañías extranjeras dispondrán de un valor añadido en su producción relativamente bajo y serán más vulnerables a la amenaza competitiva de los países de fuera de Europa", sostiene Luis A. Walter, socio responsable del área de Mercados Industriales y Automoción de KPMG en España.

Un estudio de esa misma compañía muestra que la clave para superar el reto de la producción a bajo coste es asegurarse de que los productos vayan un paso por delante de los que fabrican las regiones industriales emergentes. Los perdedores serán las compañías que no hayan invertido en I+D.

EL PAÍS DE LA FREGONA
El caso de España emite señales alarmantes porque, además, su número de patentes (los derechos de explotación en exclusiva de un invento por un periodo determinado) alcanza cifras paupérrimas.
Según la misma OCDE, España registró en 2000 un total de 113 patentes, frente a las 1.794 del Reino Unido, las 5.777 de Alemania o las 14.985 de EE UU. Y las cosas no han cambiado significativamente en ese aspecto clave.
Son datos desalentadores que parecen abonar el pesimismo histórico español. "Aquí no se ha inventado otra cosa que la fregona y el chupa-chups", se dice a menudo, con una mezcla de frustración y desprecio. Es un comentario doblemente injusto, en la medida en que ignora los importantes logros obtenidos por la ciencia española en estos últimos años y desprecia, de paso, los pocos ejemplos existentes de ingenio aplicado a la industria.
Hay quien considera un sarcasmo que el inventor de la fregona y de la aguja desechable, Manuel Jalón, haya sido incluido, alguna vez, entre el selecto y diminuto grupo de investigadores españoles reconocidos por la historia: Ramón y Cajal (la neurociencia), Isaac Peral (el submarino), Miguel Servet (la circulación de la sangre), Juan de la Cierva (el autogiro).

Con toda su aparente modestia, la fregona puso en pie a millones de mujeres en todo el mundo y facilitó la incorporación del hombre a estas tareas.
Su artífice merecería, quizás, un reconocimiento más franco, no condicionado por el viejo complejo español que tiende a infravalorar o a desconfiar de lo propio. Cristina Garmendia, directora de Genetrix y presidenta de la Asociación Española de Bioempresas (Asebio), recuerda muy bien la reacción que obtuvo al presentar su primer proyecto de patente al Consejo de Administración: "Y si es una cosa tan buena, ¿cómo es posible que no la hayan descubierto los americanos o los alemanes?". El gran golpe de timón de la investigación española debería ir acompañado de un cambio de mentalidad general que, además de acabar con la inclinación a mortificarse, a recrearse vanamente en las deficiencias domésticas, conduzca a armarse de determinación y a apreciar en lo que vale el trabajo de las 70.000 personas que sostienen la investigación española y la calidad de centros y los experimentos en marcha.

España no está sobrada, precisamente, de descubrimientos aplicables a la industria, de la misma manera que, contra lo que proclama el recurrente mito-refugio ("A los españoles nos sobran las ideas, lo que nos faltan son medios"), tampoco es evidente que los genios abunden entre nosotros. Lo dice el presidente del CSIC, Carlos Martínez: "Ni nos sobran las ideas, ni contamos con grandes genios. Somos un país de toreros, francotiradores y guerrilleros, tipos duros, individualistas, acostumbrados a sobrevivir en la penuria financiera, pero sólo hemos producido un auténtico genio, Ramón y Cajal, un personaje extraordinario que sin otros medios que la observación personal dio el gran salto cualitativo y descubrió de la nada la neurociencia. Hay que cambiar el sistema de reparto del dinero, que fomenta el individualismo: cinco señores reciben más subvenciones cada uno por su lado que si formaran equipo. Pero también los científicos tenemos que cambiar, porque la ciencia ya no es el resultado de personajes singulares, sino un proceso de avances continuos".

Ahora, el genio es el que trabaja y sabe hacerlo en equipo. Aunque la investigación sigue requiriendo personalidades singulares, necesita también, cada vez más, visiones alternativas y complementarias. "Para que se produzca un cambio", indica, "hace faltan antes los avances que crean el nuevo espacio". Es una opinión compartida por Joan Guinovart: "La ciencia moderna se ha convertido en un asunto de los ejércitos regulares de científicos y por eso la guerra de guerrillas, tan española, ya no tiene sentido. Al mismo tiempo, tenemos que acabar", apunta, "con la costumbre de la tutela que ejercen las figuras en España y que hace que los jóvenes y no tan jóvenes vivan a la sombra de un protector, dependiendo de él para todo: financiación, laboratorios, contactos... No, señor: si sale un tipo bueno, hay que darle un laboratorio, dinero y una plaza. Y lo mismo si son dos, tres o los que sean".

EL TALÓN DE AQUILES
La cifra de patentes pone al desnudo, desde luego, la enorme laguna de la ciencia aplicada española, pero sigue siendo un reflejo engañoso, injusto, del nivel real de la investigación en nuestro país. En primer lugar, porque los investigadores españoles no están mal situados en lo que se refiere a la publicación de sus trabajos en las revistas científicas de prestigio, un indicador siempre elocuente de la calidad de la actividad investigadora.

Disponer del 2,7% de los artículos científicos publicados en el mundo puede ser, efectivamente, un dato aceptable para un país que cuenta con el 2% de la riqueza mundial en términos de PIB. Aceptable, sí, aunque, como matiza Carlos Martínez, una cosa es la cantidad, otra la calidad y otra la utilidad de esos trabajos para el tejido industrial.


"Publicamos, sobre todo, perfeccionando las aportaciones de otros y hacemos pocas cosas muy importantes. No tenemos campeones, no tenemos un Alonso de la ciencia, no hay una asociación clara entre publicaciones y patentes", dice el director del CSIC. A juicio de Cristina Garmendia (directora de Genetrix), el problema es que "el investigador español no está mentalizado en la necesidad de proteger sus resultados porque hasta ahora se le ha juzgado exclusivamente por el número de sus publicaciones y no por el de sus patentes".

"¿Qué pasa con la empresa española, se ha acostumbrado a pagar los royalties, cree que podrá sobrevivir sin innovar?". Es la gran pregunta que se hacen los responsables de la investigación científica.

Porque no deja de ser paradójico que el número 1 en la titularidad de patentes -suyo es también el invento de las gulas, sucedáneo de las angulas- sea un organismo público como el CSIC y no la empresa privada.

Así que se puede tener un nivel aceptable en la investigación básica y carecer de penetración en la investigación aplicada a la industria.
Ésa es la gran falla del sistema.

Ocurre que las empresas españolas, las más interesadas, teóricamente, en desarrollar el I+D aplicado a sus productos, invierten proporcionalmente en investigación mucho menos que las compañías europeas, y no digamos nada que las norteamericanas.

Mientras la financiación empresarial en el conjunto de la Unión supone de media el 58% del dinero efectivo destinado a I+D+i, en España ese porcentaje queda reducido al 48%, lo que obliga, a su vez, a los poderes públicos a hacer un esfuerzo presupuestario adicional muy superior. Ahí, en la atonía empresarial, está el principal talón de Aquiles de la investigación española.