LA EXTINCIÓN DE LOS CULTIVOS
Un inmenso y uniforme campo de trigo es una visión que puede sugerir muchas emociones.
Entre ellas, aunque pueda parecer extraño, preocupación.
La agricultura mecanizada y las exigencias del mercado están reduciendo a un ritmo vertiginoso la variedad de los cultivos en los campos de todo el mundo.
La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que el 75% de la diversidad genética de los cultivos se ha perdido durante el último siglo.
Históricamente, el ser humano ha utilizado para sus necesidades entre 7.000 y 10.000 especies.
Hoy, sólo se cultivan unas 150. Doce de ellas representan más del 70% del consumo humano.
Y es un problema grave, "aunque suene menos dramático y apasionante que la extinción de las especies animales", advierte José Esquinas-Alcázar, científico español secretario de la Comisión Intergubernamental de la FAO sobre recursos genéticos para la agricultura y la alimentación.
Para encararlo, los representantes de los 104 países que han ratificado hasta ahora el Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos se han dado cita en Madrid de hoy hasta el jueves. José Esquinas es -en palabras del director general de la FAO, Jacques Diouf- "la alma máter del tratado", que entró en vigor hace dos años.
"Es el fruto de 27 años de negociaciones. Ahora se trata de hacerlo operativo", dice el científico.
Pero ¿por qué es grave que se pierda la biodiversidad agrícola?
"El problema es que la uniformidad significa productividad, pero, también, vulnerabilidad", explica Esquinas, de 61 años.
Si las plantas florecen a la vez, si los granos son todos del mismo tamaño, si los frutos son todos iguales, redonditos y bonitos como pide el consumidor, la actividad agrícola se hace más rentable.
Pero es la diversidad que permite la selección y ofrece más oportunidades de adaptación ante cambios climáticos y resistencia ante las enfermedades.
Con cultivos muy homogéneos, en cambio, cualquier problema se puede traducir en un drama.
"Un ejemplo ayuda a entender el concepto: la terrible hambruna de Irlanda de mediados del siglo XIX", argumenta el científico.
"Fue causada por un hongo que mataba las variedades muy homogéneas de patata que se cultivaban allí. Como no había otros tipos de patata, se murieron todas las plantas de la isla. Hubo millones de muertos y desplazados...".
Sólo se pudo recuperar el cultivo introduciendo variedades de patata de América Latina que resistían a esa enfermedad.
El ejemplo no es aislado.
En Estados Unidos, a principio de los años setenta, pasó algo parecido en las plantaciones de maíz del sur del país.
Otro hongo, misma historia.
En Tejas se perdieron más del 50% de los cultivos.
La salvación fueron los genes de otro tipo de maíz africano.
"Esta historia se repite constantemente", advierte Esquinas.
En este caso no hubo pérdida de vidas humanas.
Sí hubo pérdidas económicas espectaculares.
En Estados Unidos ha desaparecido de los campos el 93% de las variedades de frutas y productos hortícolas en el último siglo.
María José Suso, investigadora del Instituto de Agricultura Sostenible del CSIC, comparte las preocupaciones de Esquinas, y considera el tratado "oportuno y, más que oportuno, necesario".
La científica subraya cómo sería también oportuno invertir el proceso actual de mejora de las plantas, favoreciendo la restauración de la diversidad genética, la implicación de los agricultores, el respeto de las particularidades de cada medioambiente y la sensibilización de la opinión pública.
Y es que la diversidad no es necesaria sólo en casos de emergencia, sino también en la cotidiana labor de mejora de los cultivos.
Labor desarrollada a lo largo de 10.000 años de historia de la agricultura y fundamental en un planeta con 850 millones de hambrientos y una población en constante crecimiento.
"La superficie cultivable es limitada y, por tanto, se hace necesario aumentar la productividad. El patrimonio genético es una herramienta clave para ello", observa Esquinas.
"Toda tecnología, desde la más rudimentaria a la más avanzada, necesita como materia prima genes. Es como el Lego: puedes construir lo que quieras, pero necesitas las piezas. Se puede hacer mucho con los genes. Lo que no se puede es crearlos". Por eso es importante conservar los que hay. Y por eso es fundamental establecer normas sencillas y justas de acceso a ellos.
Reglamentar la materia con acuerdos bilaterales habría producido el caos. "Estábamos condenados a llegar a un acuerdo", dice Esquinas.
Así que el tratado establece un sistema que estandariza los mecanismos de acceso a los recursos genéticos y prevé repartos justos de beneficios con los donantes.
Básicamente, los países en vías de desarrollo.
Paradójicamente, en la materia los países normalmente considerados pobres son los ricos.
Son ellos, los de las zonas tropicales y subtropicales, que poseen la mayor riqueza de especies y variedades. Gracias a ella, países con tecnología más avanzada pueden desarrollar variedades agrícolas comercialmente muy rentables.
El tratado establece que quien comercialice productos así obtenidos "deberá pagar una parte equitativa de los beneficios derivados de la comercialización" al sistema, para financiar proyectos en los países donantes.
Si una gran empresa occidental puede desarrollar una variedad de trigo o maíz muy productiva y resistente es también gracias a la labor de decenas de generaciones de pobres campesinos del sur.
De esta forma, se crea una justa compensación.
El encuentro de Madrid sirve, entre otras cosas, para cuantificarla.
Esquinas observa que "el mundo industrializado ha desarrollado mecanismos como los derechos de propiedad intelectual para incentivar el desarrollo de nuevas biotecnologías y compensar a los inventores. Hasta ahora no existían, sin embargo, mecanismos de contrapartida para los donantes".
Por eso también el tratado es un asunto que trasciende la dimensión técnica y alcanza la política.
"Se trata de entender que hay en este tema varios tipos de interdependencia. La primera es entre países".
Europa depende al 70% en recursos genéticos de otros países.
Eso porque el 70% de sus cultivos tiene su centro de biodiversidad en otras regiones del mundo, a las que hay que acudir para encontrar genes que solucionen problemas o permitan mejoras.
"Hay luego una interdependencia de carácter generacional.
Tenemos que preservar el tesoro de biodiversidad construido con 10.000 años de agricultura.
Y, en fin, una interdependencia entre biodiversidad y tecnologías, sean éstas clásicas o modernas.
Estas últimas evolucionan a un ritmo vertiginoso.
Pero, independientemente de consideraciones éticas, la materia prima para cualquier tecnología es la diversidad genética", concluye.
La dependencia genética de España
A principio de los años setenta, un joven estudiante recolectó en España para su tesis doctoral unas 380 variedades de melón.
"Hoy, en el mercado no se encuentran más de diez o doce", dice José Esquinas, el estudiante de entonces, y hoy profesor y secretario de la Comisión Intergubernamental de la FAO sobre recursos genéticos para la agricultura y la alimentación.
España no es una excepción en la dinámica de erosión genética de los cultivos.
Y tampoco es una excepción en términos de dependencia del extranjero. "Entre el 71% y el 83% de los cultivos españoles tienen su centro de diversidad genética en otros países".
Esto significa que para cualquier tipo de desarrollo y mejora genética en esos cultivos es necesario pedir recursos a otros países.
España es, desde otro punto de vista, un país con una importancia central.
Su carácter de puente geográfico e histórico entre África y Europa y entre América y Europa la ha convertido a lo largo de los siglos también en puente agrícola.
Por ello, el patrimonio genético agrícola ibérico tiene una importancia particular.
España tampoco es excepción con respecto a los bancos de germoplasma, es decir, los centros que conservan las variedades que van desapareciendo de los campos.
"Aquí como en el resto de países de la UE está extendida una sensación de deficiencia crónica en presupuesto para investigación, equipamiento y personal entrenado en la problemática de la conservación fuera de su lugar de desarrollo de los recursos genéticos", comenta María José Suso, investigadora del Instituto de Agricultura Sostenible del CSIC.
Fuente: EL PAIS
Entre ellas, aunque pueda parecer extraño, preocupación.
La agricultura mecanizada y las exigencias del mercado están reduciendo a un ritmo vertiginoso la variedad de los cultivos en los campos de todo el mundo.
La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que el 75% de la diversidad genética de los cultivos se ha perdido durante el último siglo.
Históricamente, el ser humano ha utilizado para sus necesidades entre 7.000 y 10.000 especies.
Hoy, sólo se cultivan unas 150. Doce de ellas representan más del 70% del consumo humano.
Y es un problema grave, "aunque suene menos dramático y apasionante que la extinción de las especies animales", advierte José Esquinas-Alcázar, científico español secretario de la Comisión Intergubernamental de la FAO sobre recursos genéticos para la agricultura y la alimentación.
Para encararlo, los representantes de los 104 países que han ratificado hasta ahora el Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos se han dado cita en Madrid de hoy hasta el jueves. José Esquinas es -en palabras del director general de la FAO, Jacques Diouf- "la alma máter del tratado", que entró en vigor hace dos años.
"Es el fruto de 27 años de negociaciones. Ahora se trata de hacerlo operativo", dice el científico.
Pero ¿por qué es grave que se pierda la biodiversidad agrícola?
"El problema es que la uniformidad significa productividad, pero, también, vulnerabilidad", explica Esquinas, de 61 años.
Si las plantas florecen a la vez, si los granos son todos del mismo tamaño, si los frutos son todos iguales, redonditos y bonitos como pide el consumidor, la actividad agrícola se hace más rentable.
Pero es la diversidad que permite la selección y ofrece más oportunidades de adaptación ante cambios climáticos y resistencia ante las enfermedades.
Con cultivos muy homogéneos, en cambio, cualquier problema se puede traducir en un drama.
"Un ejemplo ayuda a entender el concepto: la terrible hambruna de Irlanda de mediados del siglo XIX", argumenta el científico.
"Fue causada por un hongo que mataba las variedades muy homogéneas de patata que se cultivaban allí. Como no había otros tipos de patata, se murieron todas las plantas de la isla. Hubo millones de muertos y desplazados...".
Sólo se pudo recuperar el cultivo introduciendo variedades de patata de América Latina que resistían a esa enfermedad.
El ejemplo no es aislado.
En Estados Unidos, a principio de los años setenta, pasó algo parecido en las plantaciones de maíz del sur del país.
Otro hongo, misma historia.
En Tejas se perdieron más del 50% de los cultivos.
La salvación fueron los genes de otro tipo de maíz africano.
"Esta historia se repite constantemente", advierte Esquinas.
En este caso no hubo pérdida de vidas humanas.
Sí hubo pérdidas económicas espectaculares.
En Estados Unidos ha desaparecido de los campos el 93% de las variedades de frutas y productos hortícolas en el último siglo.
María José Suso, investigadora del Instituto de Agricultura Sostenible del CSIC, comparte las preocupaciones de Esquinas, y considera el tratado "oportuno y, más que oportuno, necesario".
La científica subraya cómo sería también oportuno invertir el proceso actual de mejora de las plantas, favoreciendo la restauración de la diversidad genética, la implicación de los agricultores, el respeto de las particularidades de cada medioambiente y la sensibilización de la opinión pública.
Y es que la diversidad no es necesaria sólo en casos de emergencia, sino también en la cotidiana labor de mejora de los cultivos.
Labor desarrollada a lo largo de 10.000 años de historia de la agricultura y fundamental en un planeta con 850 millones de hambrientos y una población en constante crecimiento.
"La superficie cultivable es limitada y, por tanto, se hace necesario aumentar la productividad. El patrimonio genético es una herramienta clave para ello", observa Esquinas.
"Toda tecnología, desde la más rudimentaria a la más avanzada, necesita como materia prima genes. Es como el Lego: puedes construir lo que quieras, pero necesitas las piezas. Se puede hacer mucho con los genes. Lo que no se puede es crearlos". Por eso es importante conservar los que hay. Y por eso es fundamental establecer normas sencillas y justas de acceso a ellos.
Reglamentar la materia con acuerdos bilaterales habría producido el caos. "Estábamos condenados a llegar a un acuerdo", dice Esquinas.
Así que el tratado establece un sistema que estandariza los mecanismos de acceso a los recursos genéticos y prevé repartos justos de beneficios con los donantes.
Básicamente, los países en vías de desarrollo.
Paradójicamente, en la materia los países normalmente considerados pobres son los ricos.
Son ellos, los de las zonas tropicales y subtropicales, que poseen la mayor riqueza de especies y variedades. Gracias a ella, países con tecnología más avanzada pueden desarrollar variedades agrícolas comercialmente muy rentables.
El tratado establece que quien comercialice productos así obtenidos "deberá pagar una parte equitativa de los beneficios derivados de la comercialización" al sistema, para financiar proyectos en los países donantes.
Si una gran empresa occidental puede desarrollar una variedad de trigo o maíz muy productiva y resistente es también gracias a la labor de decenas de generaciones de pobres campesinos del sur.
De esta forma, se crea una justa compensación.
El encuentro de Madrid sirve, entre otras cosas, para cuantificarla.
Esquinas observa que "el mundo industrializado ha desarrollado mecanismos como los derechos de propiedad intelectual para incentivar el desarrollo de nuevas biotecnologías y compensar a los inventores. Hasta ahora no existían, sin embargo, mecanismos de contrapartida para los donantes".
Por eso también el tratado es un asunto que trasciende la dimensión técnica y alcanza la política.
"Se trata de entender que hay en este tema varios tipos de interdependencia. La primera es entre países".
Europa depende al 70% en recursos genéticos de otros países.
Eso porque el 70% de sus cultivos tiene su centro de biodiversidad en otras regiones del mundo, a las que hay que acudir para encontrar genes que solucionen problemas o permitan mejoras.
"Hay luego una interdependencia de carácter generacional.
Tenemos que preservar el tesoro de biodiversidad construido con 10.000 años de agricultura.
Y, en fin, una interdependencia entre biodiversidad y tecnologías, sean éstas clásicas o modernas.
Estas últimas evolucionan a un ritmo vertiginoso.
Pero, independientemente de consideraciones éticas, la materia prima para cualquier tecnología es la diversidad genética", concluye.
La dependencia genética de España
A principio de los años setenta, un joven estudiante recolectó en España para su tesis doctoral unas 380 variedades de melón.
"Hoy, en el mercado no se encuentran más de diez o doce", dice José Esquinas, el estudiante de entonces, y hoy profesor y secretario de la Comisión Intergubernamental de la FAO sobre recursos genéticos para la agricultura y la alimentación.
España no es una excepción en la dinámica de erosión genética de los cultivos.
Y tampoco es una excepción en términos de dependencia del extranjero. "Entre el 71% y el 83% de los cultivos españoles tienen su centro de diversidad genética en otros países".
Esto significa que para cualquier tipo de desarrollo y mejora genética en esos cultivos es necesario pedir recursos a otros países.
España es, desde otro punto de vista, un país con una importancia central.
Su carácter de puente geográfico e histórico entre África y Europa y entre América y Europa la ha convertido a lo largo de los siglos también en puente agrícola.
Por ello, el patrimonio genético agrícola ibérico tiene una importancia particular.
España tampoco es excepción con respecto a los bancos de germoplasma, es decir, los centros que conservan las variedades que van desapareciendo de los campos.
"Aquí como en el resto de países de la UE está extendida una sensación de deficiencia crónica en presupuesto para investigación, equipamiento y personal entrenado en la problemática de la conservación fuera de su lugar de desarrollo de los recursos genéticos", comenta María José Suso, investigadora del Instituto de Agricultura Sostenible del CSIC.
Fuente: EL PAIS
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